Los
géneros desarrollados por Murillo fueron tres:
- Religioso, de carácter devocional, destacando los de temática mariana (llegó a ser conocido como el pintor de las Inmaculadas) y los de santos; sin embargo, apenas desarrolló los martirios.
- Costumbrista, destacando los de temática infantil.
- Retrato. Casi todos al gusto flamenco dado que muchos de sus clientes eran naturales de los Países Bajos.
La trayectoria
pictórica de Murillo pasó por cuatro etapas:
- Formación y primeros encargos, de 1638 a 1645.
- Tenebrista, de 1645 a 1655.
- Plenitud barroca, de 1655 a 1678.
- Vaporosa, de 1678 a 1682.
En
la etapa de formación (1638-1645)
Murillo estuvo a las órdenes de Juan del Castillo, que le influyó en el dibujo
y la expresividad de los personajes, que se pone de manifiesto en La Virgen entregando el rosario a santo
Domingo y La Virgen con fray
Lauterio, san Francisco de Asís y santo Tomás de Aquino, ambos lienzos
realizados entre 1638 y 1640.
El primer encargo importante que realizó Murillo fue el de los once lienzos para adornar el claustro del convento de San Francisco de Sevilla, que le ocupó los años de 1645 a 1648, y que están dispersos por varios museos. La intención de los temas tratados es exaltar los valores cristianos franciscanos de amor al prójimo, pobreza y oración. Destacan San Francisco confortado por un ángel, La cocina de los ángeles, San Francisco Solano y el toro y San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres. Se aprecia la influencia tenebrista de Alonso Cano, Ribera y Zurbarán, que se podía considerar un tanto arcaica, pero que mantuvo durante los años siguientes; los colores son terrosos y la pincela es espesa y lisa.
En
la etapa tenebrista (1645-1655)
Murillo perfila un estilo personal en cuanto a los aspectos formales y a la
temática. Lo tenebrista se combina con una interpretación delicada e íntima de
los temas y de los personajes. Desarrolló temas que le van a identificar: la
Inmaculada y la infancia. Le influyó la peste que Sevilla padeció en 1649;
exacerbó su sentimiento religioso y compromiso con los más pobres e incrementó
el número de clientes que le encargaban cuadros de temática religiosa.
Durante estos años los cuadros de Murillo se caracterizan por estar estructurados sobre líneas diagonales; por colores que abarcan desde los amarillos y castaños hasta los oscuros, casi negros, sin embargo, usa el rojo como símbolo del martirio y el azul como símbolo de la eternidad; por el contraste entre los espacios bañados de luz y los dejados en la oscuridad; por prestar atención a los detalles; por incluir bodegones en los cuadros de temática costumbrista; y por expresar una religiosidad cercana y dulce.
De entre los cuadros de temática infantil destacan Joven mendigo, Muchacho con un perro y Niños comiendo uvas y melón, los tres de 1650. En todos se denuncia las condiciones penosas en las que vivían los niños en la ciudad de Sevilla después de la peste de 1649.
De
los tres lienzos el más conocido y valorado es Niños comiendo uvas y melón. Aparecen dos niños vestidos con
harapos y sucios comiendo fruta que hubieron de robar para alimentarse. El niño
de la izquierda está sentado en el suelo junto a una cesta llena de uvas, y
sostiene una raja de melón, entregada por su compañero de pillerías, mientras
come uvas de un racimo. El niño de la derecha descansa sobre un madero mientras
come una porción de melón a mordiscos. El eje compositivo del cuadro se
sostiene sobre dos líneas diagonales: una, la que une las manos con las que los
niños sostienen el melón, y la otra, la que une las miradas cómplices de los
pícaros. El juego de luces y sombras fuerza al espectador a centrar la mirada
en los niños. Las ruinas del fondo están sumidas en la oscuridad haciendo creer
que el fondo es neutro. La luz que ilumina a los niños entra por la izquierda
del cuadro; también aporta luminosidad el blanco de la vestimenta del niño de
la izquierda y la carne del melón. Los colores utilizados son escasos, pero están
combinados con inteligencia. El contraste entre el negro y el blanco se aminora
con la gama de verdes y ocres. La pincelada suelta ayuda a dar al cuadro una
plasticidad suave, propia de la escuela veneciana. El cuadro es una escena de
género o costumbrista, pero también un bodegón; es costumbrista porque se
retrata a dos niños representativos de
De entre los cuadros de temática religiosa destacan Virgen del rosario con el Niño, Sagrada Familia del pajarito, ambos de 1650, y San Jerónimo (1652).
La Virgen del rosario con el Niño sirvió para exacerbar el sentimiento mariano frente a la reforma protestante, que cuestionaba los dogmas relacionados con la Virgen María, la virginidad y haber concebido sin pecado. La Virgen aparece sentada con el Niño en brazos, sosteniendo el rosario con la mano derecha. Ambas figuras están recortadas sobre un fondo neutro para resaltar sus volúmenes, pero apenas se relacionan entre ellas ya que miran al espectador, sólo los brazos les ponen en contacto. La luz es tratada en claroscuro. Los colores empleados son oscuros, sólo el rojo y el azul alegran el lienzo, pero tiene el fin de simbolizar el martirio psicológico de la Virgen y la eternidad. La pincelada es suelta y anticipa el efecto vaporoso de los últimos trabajos de Murillo.
En Sagrada Familia del pajarito llama la atención el ambiente intimista conseguido por la falta de elementos religiosos. El efecto de claroscuro se consigue colocando el foco de luz a la izquierda, lo que deja el fondo del cuadro en una penumbra sobre la que se distinguen los personajes. El dibujo es excelente, lo que permite detenerse en los detalles. En este lienzo se resalta la figura de san José como padre ideal.
San Jerónimo llama a la vida
espiritual. Aparece arrodillado con las manos juntas mientras contempla un
crucifijo concentrado en la oración. La escena está llena de los símbolos que
aluden a la vida santa de Jerónimo, elementos que componen un bodegón dentro de
un cuadro religioso: los libros aluden a la actividad intelectual del santo, la
calavera a las penitencias y el sombrero a la dignidad cardenalicia. El
ambiente lúgubre se potencia con el claroscuro conseguido por una luz que se
focaliza en el santo.
La etapa de plenitud barroca (1655-1678) se abre en la segunda mitad de los años cincuenta; está influido por Francisco Herrera el Mozo, al que conoce en Sevilla en 1655, y Velázquez, al que conoce en Madrid en 1658.
Murillo añade otros tres a los temas que venía pintando: el de las Inmaculadas, de tal perfección en su hechura que le sirve para ser conocido como “el pintor de las Inmaculadas”; los retratos, todos con una marcada influencia flamenca; y los paisajes, que supo integrar en cuadros de temática religiosa o profana.
Las características pictóricas son del todo barrocas: los modelos en los que se inspira los encuentra en las calles de Sevilla; tratamiento naturalista de las composiciones y de los personajes, pero en el caso de la infancia se aprecia su idealización si el lienzo es de temática religiosa y realismo si el cuadro es profano; plasmación de los estados de ánimo de los personajes, que son muy expresivos; composiciones en diagonal o en aspa; armonía cromática, utilizando desde colores claros a terrosos, con un cuidado especial en las encarnaciones; pincelada suelta, en ocasiones vaporosa, que le sirve para diluir los contornos; y contrastes lumínicos marcados sin caer en el tenebrismo de la etapa precedente.
De los cuadros de temática costumbrista destacan Tres muchachos o Dos golfillos y un negrito, Mujeres en la ventana, ambos de 1670 y Niños jugando a los dados (1675).
Murillo inmortalizó a su esclavo negro Juan en Tres muchachos. Dos muchachos se disponen a iniciar la merienda cuando aparece un tercero portando un cántaro de agua demandando un trozo de tarta. Lo mejor del cuadro es la fuerza expresiva de los personajes: la humildad del chico negro, el egoísmo del que tiene la tarta y la sonrisa hacia el espectador del tercer muchacho. El juego de colores claros y pardos, de luces y sombras y la pincelada pastosa crean una atmósfera vaporosa.
En
Mujeres en la ventana Murillo retrata
a una maja y a una mujer mayor asomadas a la ventana. Es una escena popular y
simpática en la que la maja manifiesta su alegría y la mujer mayor se tapa
parte del rostro para ocultar la risa que le provoca lo que está viendo en la
calle. La escena queda enmarcada por el alfeizar y el marco de la ventana. La
luz se concentra en las mujeres, vestidas de blanco, con el fin de llamar la
atención del espectador; el fondo es oscuro.
Niños jugando a los dados es una escena costumbrista en la que aparecen unos niños pasando el rato y divirtiéndose con el juego de los dados. El epicentro de la escena son los dados, y todo gira a su alrededor, excepto la mirada del chico que está de pie, una mirada perdida en el vacío. Una línea diagonal une las cabezas de los tres muchachos. En la esquina inferior izquierda se cuela un bodegón. Los colores son escasos: blanco, gris, ocre y pardo, pero en diferentes tonalidades. La luz y la pincelada espesa crean una atmósfera vaporosa.
Otros
cuadros costumbristas son Niños comiendo
de una tartera, Niño riendo asomado a
la ventana, Vieja despiojando a un
niño y Joven frutera, todos de 1675.
De entre los cuadros religiosos hay que citar Rebeca y Elíecer, Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, ambos de 1655, La Anunciación, El Buen Pastor, Aparición de la Virgen a san Bernardo, Nacimiento de la Virgen, los cuatro de 1660, Virgen de la servilleta (1666), San Francisco abrazando a Cristo en la Cruz (1668), Los niños de la concha (1670) y Las bodas de Caná (1675).
Rebeca y Elíecer es el primer
cuadro de contenido religioso de los muchos que Murillo realizó en su etapa de
plenitud barroca. Rebeca, acompañada por tres mujeres, da de beber a Elíecer.
Murillo se aleja del tenebrismo de la etapa anterior y opta por un naturalismo alegre
llenando el cuadro de luz y colores vivos.
En Santa Ana enseñando a leer a la Virgen Murillo retrata una escena de la burguesía sevillana. Santa Ana y la Virgen aparecen delante de un escenario arquitectónico, una ocupada en enseñar y la otra en aprender a leer. Sólo la presencia de dos querubines portando una corona de rosas permite saber que se trata de una escena religiosa.
En La Anunciación se narra la aparición de san Gabriel a la Virgen y la aceptación de esta de ser la madre de Dios por medio de la intercesión del Espíritu Santo, que aparece en el centro del cuadro; completa la escena un grupo de querubines. La Virgen aparece acompañada de tres atributos marianos: un costurero, símbolo de la laboriosidad, un libro, símbolo de la devoción, y una azucena, símbolo de pureza. Es una escena devocional llena de gestos amables, que fue muy del gusto de la sociedad sevillana.
El Buen Pastor se trata de una
escena devocional llena de dulzura. Aparece un Jesús niño acariciando a una
oveja a la vez que mira al espectador. La figura infantil de Jesús aparece
idealizada en contraposición a los niños de las escenas costumbristas, que son
tratados de manera realista para denunciar su situación de miseria.
En Aparición de la Virgen a san Bernardo Murillo estructura la escena sobre dos diagonales que sirven para situar a un lado a san Bernardo y al otro la Virgen con el Niño rodeados de querubines. Las zonas de luz están bien diferenciadas. Llaman la atención el rompimiento de Gloria y las flores y libros que hacen las veces de bodegón dentro de un cuadro religioso.
Sabemos que Nacimiento de la Virgen es una escena religiosa por la presencia de los ángeles; por lo demás parece costumbrista. La figura de la Virgen María es el epicentro de la composición, rodeada por varias mujeres, y foco emisor de luz; a la izquierda, en penumbra, se reconocen a santa Ana y san Joaquín. Los colores son brillantes y la pincelada rápida y fluida.
Murillo pintó Virgen de la servilleta y San
Francisco abrazado a Cristo en la Cruz para la iglesia de los capuchinos de Sevilla. La ternura llena el cuadro Virgen de la servilleta; Murillo captó
la atmósfera difuminando los contornos con una pincelada rápida; los colores
son vivos y las encarnaciones rafaelescas; Murillo incorpora a los espectadores
a la escena dirigiendo la mirada de la Virgen y el Niño hacia ellos. El lienzo San Francisco abrazado a Cristo en la Cruz
le sirvió a Murillo para manifestar su devoción hacia el santo y su compromiso
con la orden franciscana; Cristo desclava su brazo derecho para acoger al santo
que abandonó los bienes terrenales para entregarse al prójimo; la renuncia a
los bienes se representa mediante el gesto de san Francisco de pisar el globo
terráqueo; la relación de Cristo y san Francisco es de afecto y tiene como fin
exaltar la devoción del creyente; la monumentalidad de las figuras contrasta
con el paisaje, apenas esbozado.
En Los niños de la concha Murillo retrata a una infancia ideal, bella, llena de gracia y ternura. El Niño ofrece agua en una concha a orillas del río Jordán; contemplando la escena aparece un cordero, símbolo de Cristo. La escena se inscribe en un triángulo siendo la cabeza de Jesús el vértice superior y se completa con un rompimiento de Gloria. Los contrastes de luces y sombras y la pincelada suelta crean un efecto de atmósfera vaporosa.
Murillo
utiliza Las bodas de Caná para
exhibir su destreza a la hora de realizar grandes composiciones, manejo de
colores vivos, plasmación de las texturas de los vestidos y composición de
bodegones.
Dentro de los temas religiosos hay que hacer una mención aparte para las Inmaculadas. Murillo supo canonizar el mensaje mariano contrarreformista en una imagen de la Virgen María como Virgen Inmaculada, que se enraizó en el imaginario sevillano y español; para ello siguió el Arte de la pintura, tratado de 1649 en el que Francisco Pacheco da recomendaciones a seguir en la representación de la Virgen. La Inmaculada aparece con un aspecto muy juvenil y delicado, piel blanca, melena suelta de color rubio oro, boca pequeña, nariz fina, mejillas sonrojadas y manos con dedos finos, que, por lo general, se juntan delante del pecho en el gesto de oración. Aparecen todos los símbolos marianos: el Sol, la Luna, las estrellas, la puerta del cielo, el lirio entre espinas, azucenas, rosas, una rama de olivo y la palma, el espejo sin mancha y la vestimenta blanca y azul, símbolos de pureza y eternidad. La Virgen aparece acompañada por un coro de querubines. La composición combina la forma triangular con la espiral ascendente. La pincelada pastosa ayuda a crear una atmósfera vaporosa. La luz se concentra en la figura de la Virgen de manera tal que parece la Virgen la fuente de luz. Murillo pintó gran cantidad de Inmaculadas entre las que cabe citar Inmaculada Concepción de El Escorial (1665), Inmaculada Concepción de los Venerables o Inmaculada Concepción de Soult (1678) e Inmaculada Concepción de Aranjuez (1680).
Otros
cuadros de contenido religioso son Santiago
apóstol (1655), La adoración de los
pastores (1657), La huida a Egipto
(1660), El sueño de Patricio, El patricio revelando su sueño al Papa
Liberio, San Agustín entre Cristo y
la Virgen, los tres de 1665, El
regreso del hijo pródigo (1668), El
hijo pródigo hace vida disoluta (1670) y San Juanito y el cordero (1672).
Murillo pintó pocos retratos, pero son inconfundibles. Hay que citar Caballero de golilla, Retrato de Josua van Belle, ambos de 1670, Retrato de Nicolás de Omazur (1672) y Autorretrato (1675).
Se desconoce a quién retrató en Caballero de golilla. El personaje aparece de pie, vestido a la moda nobiliaria española, traje negro, golilla y medias blancas y espada al cinto, con la mano izquierda sujeta el sombrero y los guantes y con la derecha se apoya en una mesa cubierta con un tapete de terciopelo rojo. El personaje dirige su mirada hacia el espectador.
El Retrato de Josua van Belle se ajusta al modelo nórdico, muy del gusto entre los comerciantes holandeses residentes en Sevilla.
Retrato
de
Nicolás de Omazur formaba pareja con
el de su esposa Isabel de Malcampo. Sigue la tradición flamenca del retrato
doble inserto en un óvalo. El protagonista porta en sus manos una calavera,
símbolo de la vanidad, la muerte y la resurrección. La sobriedad cromática se
compensa al concentrar la luz en el rostro del protagonista, recurso utilizado
para llamar la atención sobre él. Con este retrato Murillo reconoció la labor
de Nicolás de Omazur de difusor de su pintura.
El Autorretrato fue un encargo de los hijos de Murillo. El pintor tomó como base la tipología de retrato flamenco; aparece dentro de un marco circular en el que se apoya con el fin de reforzar el efecto de trampantojo; aparece acompañado de algunos instrumentos propios de su profesión como los pinceles y la paleta de colores. Llama la atención la profundidad psicológica de Murillo, que se pone de manifiesto a través de las facciones del rostro y la mirada; consigue transmitir serenidad. La luz enfocada en el rostro de Murillo compensa la escasa gama de colores y da fuerza al retrato.
La
etapa vaporosa (1678-1682) se
caracteriza por escenas dinámicas, un contraste acusado de luces y sombras,
figuras de contornos difuminados y tratamiento monumental de las figuras.
Destacan los cuadros La conversión de san
Pablo, Martirio de san Andrés y Desposorios místicos de santa Catalina,
los tres de 1682.
En La conversión de san Pablo contrasta el espacio ocupado por el Señor, lleno de luz y el ocupado por san Pablo, abigarrado y tenebrista.
Murillo
no gustó de pintar martirios y cuando lo hizo fue por encargo. Martirio de san Andrés está estructurado
en torno a la cruz en aspa en la que fue martirizado el santo; a su alrededor
querubines en el cielo, a la izquierda un grupo de mujeres y a la derecha unos
caballos con sus jinetes y un hombre con un perro; el paisaje arquitectónico
está difuminado. En la composición se aprecia la influencia de Rubens y en el
color la de Ribera.
Desposorios místicos de santa Catalina fue la última obra de Murillo, que dejó inacabada; de finalizarla se encargó su discípulo Meneses Osorio. La escena se estructura sobre una diagonal de luz, que ilumina a los personajes principales, los demás quedan en penumbra. Formaba parte del retablo de la capilla mayor del convento de los capuchinos de Cádiz.
Murillo
influyó en numerosos pintores a través de la Academia de la Casa Lonja de
Sevilla, que fundó en 1660 y cerró en 1674. Entre sus seguidores hay que citar
a Francisco Meneses Osorio, Pedro Núñez de Villavicencio, Juan Simón Gutiérrez
y Esteban Márquez de Velasco.
Murillo es una de las figuras más destacadas de la pintura española y universal. Supo pintar a los niños de la Sevilla del siglo XVII, afectados por la pobreza, y las Inmaculadas, creando un canon que ha perdurado en el imaginario español.