Diego Velázquez (Sevilla, 1599-Madrid, 1660) es el pintor más
representativo y universal de la pintura barroca española. Muchos lo consideran el mejor pintor habido. Fue pintor de cámara de Felipe IV
(1623) y caballero de la Orden
de Santiago (1658).
Su producción
no es extensa, pero sí fecunda por la diversidad de los temas pintados y por
incluir varios en un mismo cuadro. Se atrevió a desarrollar todos los géneros,
incluyendo los que eran ajenos a la pintura española, caso del mitológico y del
desnudo femenino.
Velázquez
pintaba alla prima, es decir, sin
dibujo previo, lo que le llevó a practicar el arrepentimiento, es decir, superponer un cuadro sobre otro hasta
conseguir la versión definitiva, la que consideraba perfecta.
A Velázquez no
se le puede considerar un pintor barroco siguiendo a Eugenio d’Ors y Ortega y
Gasset pues sus pintoras no fueron presa del movimiento, pero sí siguiendo a
Wölfin y Lafuente Ferrari por lo pintoresco de su estilo, lo esfumado de las
líneas, el sentido de la profundidad y la búsqueda de la personalidad del
individuo.
La pintura de
Velázquez se apoyó en la realidad, más sentida que observada. No es pintor
fotógrafo y sí pintor pensador, que observó la realidad, la asimiló y la
llevó al lienzo. Pero también se evadió de la realidad cuando pintó con una
técnica casi impresionista.
La trayectoria
pictórica de Velázquez se divide en seis etapas:
·
Sevillana o de formación, hasta 1623.
·
Primera etapa madrileña, de 1623 a 1628.
·
Primer viaje a Italia, de 1629 a 1631.
·
Segunda etapa madrileña, de 1631 a 1649.
·
Segundo viaje a Italia, de 1649 a 1651.
·
Tercera etapa madrileña, de 1651 a 1660.
En la etapa sevillana o de formación (hasta 1623)
Velázquez tuvo como primer maestro a Herrera el Viejo y como más influyente a
Francisco Pacheco, de quien tomó el gusto por el color mate. Su técnica se
caracterizó por una plasticidad dura, el tenebrismo caravaggiano, los tonos
madera, un dibujo preciso y la factura lisa de la pincelada. Pintó bodegones,
cuadros de género, retratos y cuadros religiosos. En ocasiones en un mismo
cuadro reunió más de una de estas temáticas.
Los bodegones
velazqueños tienen un fondo melancólico y de respeto hacia la pobreza. Además,
se confunden con la pintura de género, caso de Vieja friendo huevos (1618) y El
aguador de Sevilla (1620), donde figuras y objetos tienen el mismo
protagonismo.
Vieja friendo huevos (1618) es uno de
los cuadros más representativos de la etapa sevillana de Velázquez.
Entre los
cuadros religiosos destacan Inmaculada
Concepción (1619), inspirada en los tipos de Pacheco y Montañés, y La
Adoración de los
Magos (1619), donde la humanidad y el realismo de los personajes da pie a
pensar en que pueda ser un retrato de familia. En estos cuadros Velázquez abrió
la composición al paisaje.
Velázquez
inició en esta etapa uno de los géneros que más desarrollo en su carrera
artística, el retrato. Destaca La
venerable madre Jerónima de la
Fuente (1620), donde capta la fuerza psicológica de la
monja franciscana que a sus sesenta y seis años marcha a Filipinas para fundar
un convento. La madre Jerónima de la Fuente ocupa el
centro del lienzo sobre un fondo neutro en el que no se reconoce que haya suelo.
Aparece de pie, vestida con el hábito de las clarisas, compuesto por una toca
blanca, una túnica y un manto marrón de paño basto, que cae hasta los pies
formando pliegues ampulosos. La religiosa empuña un crucifijo con la mano
derecha y sostiene un breviario con la izquierda. La
luz se focaliza en el rostro de la religiosa. Se pretende forzar al espectador
a que reflexione acerca de la fe que impulsó a una persona en sus últimos años
de vida a marchar a Filipinas a
evangelizar a los infieles. El carácter fuerte de la madre Jerónima de la
Fuente se hace evidente en la mirada profunda y la seguridad con la que sujeta
el crucifijo y el breviario.
La venerable Jerónima de la Fuente (1620) es uno de los retratos velazqueños de más fuerza expresiva.
En 1622 viajó
a Madrid a estudiar las colecciones reales. Su capacidad de asimilación se
demuestra a su regreso a Sevilla donde pintó Imposición de la casulla a san Ildefonso (1622), donde se reconoce
la influencia de El Greco.
En la primera etapa madrileña (1623-1628)
Velázquez apuesta por el retrato aislado y los cuadros de temática histórica y
mitológica.
Los retratos
responden a un tipo semejante al de Tiziano, pero tienen la particularidad de
que la figura se destaca sobre un fondo más claro y se limita a lo accesorio.
Aunque se mantiene la dureza del contorno de la etapa sevillana, la pincelada
se hace más suelta y ligera, desaparece el tenebrismo y el tono madera, se
aclara la paleta, aparecen pigmentaciones rosadas y blanquecinas, y predomina
la luz. Destacan los retratos de El
conde-duque de Olivares (1626), El
infante don Carlos (1627) y Felipe IV
(1628). Los retratados aparecen de cuerpo entero, vestidos a la moda española,
de negro riguroso, con la gola blanca como único detalle de color, y se sitúan
en un espacio indeterminado, pero no irreal.
Velázquez se
atreve con los cuadros de contenido histórico con Expulsión de los moriscos (1627), que no se conserva.
La temática
mitológica se reconoce en El triunfo de
Baco (1628), que trata con absoluto realismo. La escena se sitúa al aire
libre, lo que impidió a Velázquez practicar el tenebrismo, la pincela se hace
más suelta y los personajes, la luz y el color hacen que la pintura sea un
bodegón.
Velázquez
trató la temática mitológica en El
triunfo de Baco (1628).
Velázquez
realizó su primer viaje a Italia
(1629-1631) influido por Rubens, que visitó España en 1628. Visitó entre
otras ciudades Roma, Génova, Venecia, estudió las obras de Cortona, Miguel
Ángel y Rafael, tuvo contacto con Ribera, estudió las obras de San Pedro de Roma y residió en
Villa Medici.
Su paleta se
transformó. Desaparecieron los betunes negruzcos, su pincelada se hizo más
fluida, se interesó por el desnudo y el paisaje, y utilizó la perspectiva
aérea.
Velázquez
pintó La fragua de Vulcano (1630) en
su primer viaje a Italia.
De esta etapa
son representativas La túnica de José
(1630), de temática religiosa, y La
fragua de Vulcano (1630), de temática mitológica. En ellas hay un
equilibrio entre figuras y ambiente. La
túnica de José representa el momento en el que Jacob se entera de la
presunta muerte de su hijo José. La fragua
de Vulcano recoge el momento en que Apolo comunica a Vulcano la infidelidad
de su esposa; apenas ha hablado Apolo, cuando el rostro de Vulcano se enciende
de sorpresa e indignación; lo mismo se aprecia en sus compañeros.
Pero Velázquez
fue presentado en Italia como retratista. Durante este viaje pintó Felipe IV de castaño y plata (1631).
La segunda etapa madrileña (1631-1649) es
la central de su biografía y la del afianzamiento cortesano. Siguiendo a
Lafuente Ferrari se divide en tres periodos: de 1631 a 1635, de 1636 a 1643, y de 1643 a 1649.
De 1631 a 1635, Velázquez
manifiesta una actitud discreta en los temas religiosos. En Cristo crucificado (1631) se reconoce en
la cabeza y el torso la influencia del Cristo
de la Clemencia
de Montañés, y en el modelo iconográfico la de Pacheco; ha sustituido el
patetismo por el sentimiento de serenidad y emoción contenida en el rostro de
Cristo, reclinado y oculto en parte por el cabello, con ausencia de los
detalles cruentos de la crucifixión. Otro cuadro religioso es Tentación de santo Tomás de Aquino (1632),
que recoge el momento posterior a la tentación, es decir, cuando ya ha vencido
las insinuaciones de la mujer pecadora, que se retira al fondo.
Durante estos
años decoró el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro de Madrid. El
conjunto de pinturas de Velázquez, Zurbarán, Pereda, Maino, Carducho, Cajés y
Castelo exaltan las glorias de la monarquía española a través de sus éxitos
militares. De Velázquez son los retratos ecuestres Felipe III, Felipe IV y Príncipe Baltasar Carlos, y Reina doña Margarita e Isabel de Borbón, todos de 1635.
La obra cumbre
de este periodo es el cuadro histórico La
rendición de Breda (1635). Velázquez quiso y supo retratar el dolor
psicológico de la derrota, por lo cual situó en el centro del cuadro al general
Justino Nassau entregando las llaves de la ciudad al general Ambrosio de
Spinola que, en un alarde de caballerosidad, interrumpe la humillante flexión
que debía prestarle el vencido; pero también pintó la concordia a través de las
figuras que se abrazan.
La rendición de Breda (1635) es el
cuadro de temática histórica más conocido de Velázquez.
De 1636 a 1643 la pincelada
gana fluidez. De estos años destacan Pablo de Valladolid
(1637), donde desaparece el fondo, y Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a caballo (1638), lienzo en el que Olivares aparece como hombre poderoso y triunfal en el campo de batalla. Olivares está
retratado de medio perfil a lomos de un caballo bayo en corveta, viste media armadura,
fajín, bastón de mando y sombrero de ala ancha emplumado con puntas levantadas,
además, presenta golilla, peinado tufo y bigote con puntas levantadas. El
caballo se presenta agitado mientras el conde-duque sujeta las riendas con la
mano izquierda a la vez que mira con superioridad a los espectadores de la
escena. Esta sensación se refuerza con un punto de vista bajo. La composición se organiza en diagonal.
El caballo está dispuesto en escorzo hacia dentro, igual que el brazo derecho
del conde-duque de Olivares. Compensa la diagonal la línea vertical del árbol de la derecha del cuadro y la
horizontal del fondo donde se está desarrollando la batalla. La gama de colores destaca por su
riqueza; abundan los azules, grises, ocres y verdes en diversas tonalidades. El tratamiento de la luz proporciona
naturalidad a la escena. Se combinan pinceladas minuciosas para
retratar al conde-duque de Olivares y al caballo, con otras largas, superpuestas y en contra dirección en
la cola del caballo, sueltas en el paisaje y la batalla, empastadas en las
flores y restregones que se mezclan en la retina. La perspectiva aérea está
conseguida de una manera magistral.
En Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a caballo (1638), Velázquez retrató al valido de Felipe IV como un hombre poderoso y triunfal en el campo de batalla.
De 1643 a 1649 la paleta gana
en profundidad y efectos pictóricos. Velázquez pintó a los bufones de la corte
con verdadera piedad pues disimula el enanismo de los personajes pintándolos
sentados. Hay que destacar Francisco
Lezcano y Sebastián Morra, ambos
de 1645.
Francisco Lezcano, (1645). Velázquez
gustó de retratar a los bufones de la corte.
Velázquez
realiza su segundo viaje a Italia
(1649-1651) con el encargo de comprar cuadros para las galerías reales
españolas. De estos años son dos retratos sobresalientes: Martín Pareja (1650), su criado mulato, e Inocencio X (1650), en el que supo retratar la psique del papa con toda la dignidad de su cargo.
Inocencio X (1650) es uno de los retratos que más fama dio a
Velázquez.
En los lienzos
de Villa Medicis aparece prefigurado el impresionismo. Se observa el aire y la
filtración de los rayos del sol hasta el suelo.
Bajo la
influencia del ambiente italiano Velázquez pintó Venus del espejo (1650). La composición lo hace original. Venus
aparece de espaldas al espectador y le muestra su rostro al reflejarse en un
espejo.
En Venus del espejo (1650), Velázquez recrea el
ambiente italiano que conoció en sus viajes.
La tercera etapa madrileña (1651-1660)
cierra la biografía de Velázquez. La paleta se hace líquida, esfumándose la
forma y logrando calidades insuperables; la pasta se acumula a veces en
pinceladas rápidas y gruesas, de mucho efecto. En esta etapa Velázquez pintó
sólo retratos y mitología. De estos años son sus obras maestras Las Meninas (1656) y Las hilanderas (1657).
En Las Meninas Velázquez consigue la
perspectiva atmosférica perfecta, la presencia del aire entre objetos y
personas, aire que diluye los contornos de los cuerpos del fondo, como
evidencia la figura del aposentador, apenas abocetada. Es un retrato de la
familia real de Felipe IV en el Alcázar y un autorretrato del pintor. La
estructura del cuadro es un diálogo entre lo que parece estar pintando
Velázquez, es decir, los reyes, que aparecen reflejados en el espejo del fondo,
y lo que ha pintado para el espectador,
es decir, la infanta Margarita que entra en la estancia para ver a sus
padres y a las meninas que la rodean, y que no puede estar pintando Velázquez
pues se encuentran a su altura. El espectador al contemplar el cuadro lo
completa al situarse donde se supone estarían los reyes. Por otra parte, hay un
trasfondo que afecta a la propia estimación de la pintura; los reyes al visitar
a Velázquez en su taller elevan la categoría de la pintura a arte liberal.
Las Meninas (1656) es la obra maestra de
Velázquez.
Las hilanderas es el cuadro más vaporoso
de Velázquez. Se confunde la imagen real, el taller, y la intelectual, el tema
mitológico. El cuadro es de género en primer plano y mitológico en el fondo. En
apariencia el lienzo es una escena de taller en la fábrica de tapices de Santa
Isabel, pero en el fondo se representa la historia de Aracne, una joven
ambiciosa orgullosa de su habilidad como tejedora. Palas convoca un concurso
para humillar a Aracne, que se atreve a representar los vicios de los dioses a
través del rapto de Europa, lo que lleva a Palas a castigar a Aracne y
convertirla en una araña. Las hilanderas hacen las veces de testigos.
Las hilanderas (1657) fue la última gran obra de Velázquez.
En 1659
Velázquez recibió el nombramiento de caballero de la Orden de Santiago en
reconocimiento de su arte. Pero el reconocimiento por el gran público es muy
posterior, y por dos motivos: sus pinturas religiosas son escasas y casi toda
su producción permaneció inaccesible en los palacios reales. Todo cambió entre
1819, año en el que se abrió el Museo del Prado, y 1865, año en el que Manet,
tras visitar Madrid, definió a Velázquez como “pintor de pintores y el más
grande pintor que jamás ha existido”.